Los recientes incidentes en Tlanalapan no deberían inquietarnos más de lo normal. Si vamos a Irlanda y le preguntamos a la gente, nos explicará que viven esa situación desde siglos. Desgraciadamente las guerras de religión no son nada nuevo en la historia de la humanidad. Es más, las invasiones de George W. Bush a Irak y otros países musulmanes, si quitamos el asunto de los pozos petroleros, pueden equiparse a lo mismo.
Aquí sucede que un sacerdote católico, en ejercicio pleno de sus virtudes como el respeto y la tolerancia, no soporta a sus vecinos protestantes. Aquí, un paréntesis, ocioso por evidente, pero igual de importante: tanto el cura como sus enemigos son cristianos. No sé de donde surgió esa costumbre, manía diría yo, de algunos de nuestros hermanos protestantes en adjudicarse, exclusivamente, el calificativo de “cristianos”. El cristianismo surgió, hace veintiún siglos (aprox.) a raíz de las enseñanzas y la doctrina de Cristo.
A lo largo del tiempo, hubo un primer cisma del que surgió la Iglesia “Ortodoxa” y mucho después, en Alemania, un monje llamado Martín Lutero fomentó una segunda separación en protesta a las actuaciones de la Iglesia Católica, por eso lo de “protestantes”. Sin embargo, ni ortodoxos, ni protestantes, ni católicos reniegan de Cristo. Todos son “cristianos”. Ese es el “copyright”, el derecho de autor de las tres tendencias, por lo que no puede ser exclusivo de una de ellas.
Cerrando este largo entre paréntesis, el señor cura de Tlanalapan (y tampoco es despectivo el término de “cura” que describe al encargado de un curato, de una parroquia) es un señor que amén (perdón por la palabra) de ignorar totalmente las enseñanzas de la Iglesia, heredadas de Cristo, hace menos a quien no tiene exactamente las mismas convicciones que él.
En México, y pese a las reformas de Salinas, sigue habiendo una división entre Estado e Iglesia(s). También gozamos (está clarito en la tan llevada y traída Constitución) de una total libertad de culto. Si quiero ser católico, judío, musulmán, budista, adorador de la luna o seguidor de Quetzalcóatl, nadie me lo puede impedir, salvo claro está, que moleste yo a los demás con mis cultos.
Lo anterior tiene, además del no molestar, otras limitaciones evidentes como el no practicar sacrificios humanos por ejemplo. Pero no puedo hacer nada contra aquellos adoradores de Tláloc que le han estado bailando hasta inundar enormes zonas de nuestro país.
En el caso que nos ocupa, pese a tantas digresiones, la solución es bastante sencilla. Primero, el secretario general de gobierno debe mandar a la fuerza pública a poner orden en la comunidad. Es parte integral de su chamba. En segundo lugar, o quizás antes, el obispo responsable (no tengo la menor idea de cuál es la diócesis a la que pertenece Tlanalapan) debe llamar a cuentas a su cura y jalarle las orejas o darle de coscorrones (como decía el sabio).
Posteriormente, el señor cura deberá ir a disculparse, sinceramente, ante sus hermanos humillados. Eso se llama “caridad cristiana”. Si no, nos vamos a ver ante acontecimientos como los de Canoa, en 1968, en que el sacerdote que mandó matar a los empleados de la universidad fue rescatado, escondido y protegido por su colega de Cholula hasta que se olvidara el asunto. Ya viejito, ha de seguir haciendo de las suyas por alguna parte.
No podemos permitir este tipo de situaciones en un México que trata, a principios de siglo 21 de acceder formalmente a la democracia. Un México que vivió una guerra de Reforma para evitar este tipo de cosas. Un México que se dice moderno y civilizado.