Claro que me emociono al oír y al cantar (aunque soy bien desafinado) el Himno nacional. Claro que me mueve el gritar “Viva México”. Claro que me gusta ver ondear nuestra bandera. Claro que soy mexicano y que me siento orgulloso de serlo. Claro que me llama la atención ver el desfile del 16 de septiembre. Claro que debemos recordar el movimiento histórico que nos liberó  del yugo colonial. Claro que debemos tener en mente a aquellos hombres (y nombres) que lucharon por la libertad.

Nadie en sus cabales puede negar lo anterior. Y, si me apuran, agregarle más cosas que se me quedaron en el teclado (antes, se decía en el tintero). Todo lo anterior es cierto, es emotivo y nos pone la piel chinita, igual que cuando oímos el “Son de la negra”. Sin embargo, creo que debemos guardar las justas proporciones. A México, a los mexicanos, se nos califica, se nos acusa, de “súper”  de “ultra” nacionalistas. Por algo será.

Escuchaba a Juan Carlos Valerio en el informativo que presenta en Azteca Puebla a medio día, este jueves, presentando un reportaje acerca del “más bonito” Himno nacional del mundo. ¿Quién le dijo que lo era? ¿Fue decisión del jurado de la Academia? No dudo que sea muy bonito, muy llamativo, muy profundo, pero ¿en serio es el mejor del mundo? Creo que los autores de “la Internacional” o de “la Marsellesa”, entre muchos otros, podrían apelar esa decisión tajante.

Igual, hace unos años, nos vendieron la idea de que la bandera mexicana era la más bonita del mundo. ¡Por qué? ¡Porque es verde blanco y colorado, como la de Italia o la de Irlanda? ¿O porque tiene el escudo nacional en medio? Seamos serios, nuestra bandera es muy bonita sí, porque es la nuestra, porque la queremos. Igual que, para las mamás, su bebé es siempre el más bonito del mundo.

Recuerdo a menudo la historia de aquel pobre campesino que, durante una fiesta pueblerina, se puso la bandera de capa. Lo metieron a la cárcel y lo procesaron. Afortunadamente, el juez de la causa, un hombre inteligente y pensante (también los hay, y muchos), lo liberó con un argumento definitivo: “¿Qué  mejor lugar para el lábaro patrio que la espalda de un indígena mexicano?”.

Año tras año, los mandatarios leen (salvo Echeverría, si no me equivoco) la “arenga” (el rollo, pues) alusiva al “grito”. Incluso hubo versiones de que Rafael Moreno Valle leería su texto desde un teleprompter. Al respecto, aún tengo la preocupación de saber desde donde y hacia donde la señora Lolita Parra, alcaldesa de San Pedro Cholula, va a dar el grito: mandó poner una carpa en la Plaza de la Concordia (zócalo cholulteca)… Claro que tecleo esto el jueves por la tarde y no puedo confirmar ninguna de mis elucubraciones.

En el extranjero pasa lo mismo, todos los jefes de misión, diplomática o consular, dan el grito en sus respectivas jurisdicciones. Incluso recuerdo a la Cónsul general de México en Montreal pidiéndole asesoría a su esposo, porque la funcionaria no tenía la menor idea de lo que había sucedido ese día en la historia.

En fin, ¿tenemos algo que festejar? Somos aún más dependientes que antes de la independencia. La población (la ciudadanía le dicen ahora) está harta de violencia y de inseguridad. Existe un enorme movimiento en las redes sociales para no asistir a las ceremonias del “grito” en las plazas públicas de México.

Además, no olvidemos que nuestra fiesta nacional es el 16 de septiembre, el 15 se festeja en honor al cumpleaños de don Porfirio Díaz y por decisión de sus halagadores.