Mientras Enrique Peña Nieto anda por Washington y Ottawa rindiéndole pleitesía a los dirigentes de nuestros vecinos del norte, don Felipe le da los últimos toques a su “gira del adiós”, visitando gran número de lugares donde lo trataron bien durante seis años. Tal “rock star” que se niega a abandonar los escenarios, el panista busca calor humano, reconocimiento, agradecimiento y cariño popular.

Terminaron, al fin, dos “sexenios horribilis” (como diría su Majestad Elizabeth II). El regreso del PRI al poder quizás no sea la mejor opción, pero sin duda era necesaria y previsible. Cuando, en 2000, Vicente Fox obtuvo la Presidencia de la República, tras la elección quizás más clara y contundente de que tengamos memoria, incluso los no-panistas aplaudimos. Sentimos que, ahora sí, nos haría justicia la revolución.

Fox en campaña nos prometió las perlas de la virgen. Nos dijo que desaparecerían las víboras negras y las tepocatas. Las sustituyó por un “dream team” que resultó ser el gabinete más nefasto desde tiempos de Victoriano Huerta. No hubo el menor intento por atacar y destruir la corrupción. Ninguno en contra de la impunidad. Al contrario, el nuevo régimen se dedicó a desarrollar un sistema de cohecho y malos manejos mucho peor que el anterior. Decía la vox populi: “por lo menos, los de antes lo hacían con estilo”.

Llegado el momento, Fox se opuso, con todas sus fuerzas, a la llegada de Felipe Calderón. Es muy posible que haya tenido la razón, aunque fuera por las razones equivocadas. Llegó el primero de diciembre de 2006, y en medio de una sesión ridícula y vergonzosa del Congreso General, el señor logró rendir protesta (de memoria) y tomar posesión del cargo más importante de la administración pública mexicana.

Su ínfima mayoría, del medio por ciento (0.05%) en la victoria no lo tuvo satisfecho. Con sus pulgas, no podía aceptar tal humillación. Por orgullo y amor propio, tenía de legitimarse, pero ¡ya! Entonces, hizo a un lado todos y cada uno de sus compromisos de campaña y, de ser “el Presidente del empleo”, se convirtió en osado combatiente del narcotráfico.

¿Qué tenemos seis años después? Cincuenta mil muertos (por usar la cifra más consensada, aunque la realidad es bastante mayor), un aumento drástico de la pobreza generalizada y un grave incremento en los malos manejos, la corrupción y la impunidad.

Durante doce años, vimos al “gabinetazo”  que se convirtió en “gabinete Montessori”. Más adelante, tuvimos que sufrir a un gabinete de amigos y cuates.

No voté por Enrique Peña Nieto y aún tengo muy serias dudas acerca tanto de su elección como de sus capacidades como Jefe de Estado y/o de Gobierno. Sin embargo, una de sus declaraciones me pareció afortunada y motivadora de esperanza hacia el futuro: “el Presidente no tiene amigos”. Claro que se trata de una exageración, explicable en la voz de un Presidente electo. Es evidente que sus amigos estarán a su lado durante todo su mandato (Luis Videgaray es muestra suficiente), pero esperemos que esa no vaya a ser la razón primera para nombrar a sus colaboradores.

Varios fueron los “amigos” de Fox que le quitaron el saludo al sentirse traicionados y desechados. En el caso de Felipe, que yo sepa, aún no se ha dado el caso: él sí es amigo de sus cuates.

Ahora, la primera tarea de Peña, junto con sus “no-amigos”, es la de levantar todo el tiradero que nos dejó la “docena trágica”. Debe reconstruir a un país dividido y muy herido. Repito: no voté  por él. Sin embargo, creo que le debemos conceder el beneficio de la duda. Bien acompañado puede sacarnos del bache.