Bien lo ha dicho el sabio de Ciudad Juárez: “¿Pero qué necesidad?” Una cosa es la modernidad, el llevar a Puebla al siglo 21 y otra lograrlo construyendo y destruyendo. Puebla es una ciudad totalmente hechiza. Su historia comienza con la Colonia, cuando los europeos (españoles en este caso) vieron la necesidad de contar con una ciudad exclusiva para ellos en su jornada entre Veracruz y México.
No les gustó Tlaxcala, con características muy similares, pero de rancia tradición indígena, léase india. Peor para su gusto era Cholula, asentamiento milenario de civilizaciones ancestrales y representativa de todo aquello que se debía destruir, por definición, para dar paso a lo nuevo, a lo moderno, lo que era la cultura hispánica. Así nació la Puebla que aún conocemos, incluso con nombres tan cursis como “el relicario de América”.

Pasaron los años, y con ellos se fue consolidando la que, hoy en día, es la cuarta ciudad del país. Con características muy especiales, tanto en lo artístico, lo social, lo cultural y lo humano. Recordemos que, en algún momento el general Zaragoza pidió permiso para voltear sus cañones hacia la población, harto de su apoyo incondicional al avance de las armas invasoras.
Así se construyó Puebla, primero con una matanza de tipo genocida como fue la batalla de Cholula y después como crisol para el desarrollo de una sociedad conservadora y cerrada, aunque inmersa en el acontecer nacional. Puebla es para los poblanos, los alrededores están abiertos para recibir a indios y demás extranjeros.
Veamos lo positivo:
la ciudad capital alberga algunos de los monumentos más emblemáticos de la arquitectura colonial, con la enorme ventaja de nunca haberse asentado sobre las ruinas de alguna civilización anterior. Esto se debe destacar y valorar. Y esto es lo que el gobierno actual pretende hacer para, dizque, “llevarnos a la modernidad”.
No dudo en lo más mínimo de que debamos evolucionar, crecer, adaptarnos a los cambios históricos y transitar hacia el futuro. Sin embargo, esto puede lograrse sin destruir lo que estaba antes de nosotros.
Hace varios años, tuve un pequeño debate con Juan Carlos Valerio, en Hechos Puebla, acerca de la (muy ligera) modificación en el trazo del boulevard Forjadores de Puebla, justo en la entrada a San Pedro Cholula. Ahí había un pequeño arco histórico que los constructores pretendían destruir, para agilizar el tránsito. Valerio aplaudía como foca esa idea. Yo me oponía. Afortunadamente, ganó la sensatez y todos podemos ver el mentado arquito a unos pasos del monumento a Xel-Hua.

Hoy, el argumento es el mismo: para construir un teleférico, se derriban casas centenarias “con permiso del INAH” (dependencia cuya ineficiencia es ya proverbial).
Primero, y antes que nada, ¿por qué y para qué un teleférico en Puebla? Ni que estuviéramos en los Alpes suizos donde los desniveles justifican ese tipo de transporte. Puebla está en un valle, muy planito, y los cerros de Loreto y Guadalupe son meros chipotes que ni orográficamente, y menos históricamente, socialmente, geográficamente, son importantes. Salvo para ver la ciudad por las noches desde el estacionamiento, abrazando a la novia, pero esta es otra cosa.
Ni Acapulco, que apenas tiene unos metros de planicie antes de las montañas, le ofrece un teleférico a sus visitantes. Taxco, en cambio sí tiene uno, perfectamente justificado, para ir del hotel de lujo de la ciudad al centro. Pero está construido en una zona totalmente desértica, sin perjudicar a nada ni a nadie.
En serio que no le veo más justificación al teleférico de Puebla que la que tenían los conservadores ante el avance de las tropas invasoras de Lorencez. “¿Pero qué necesidad?”