El pasado sábado uno de diciembre, mientras Enrique Peña Nieto rendía su protesta como Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, con el beneplácito de la enorme mayoría de la clase política y teniendo como fondo una efusiva ovación, en los alrededores del Palacio legislativo se desataban las protestas correspondientes a dicha asunción al poder. El mismo escenario se repetiría un poco más tarde en Palacio Nacional y las calles circundantes, hasta avenida Juárez.
De los manifestantes, creo que podemos definir, muy claramente dos grupos, o dos categorías. Primero, aquellos que protestaban, con base en su inviolable derecho constitucional, de manera pacífica y, dentro de lo que cabe, tranquila. Después, había otros “protestantes”, que conformaron un grupo muy bien preparado y con acciones agresivas perfectamente planeadas, calculadas y organizadas.
Todos y cada uno de nosotros tiene la posibilidad, la facultad, de no estar de acuerdo con mucho de lo que sucede en nuestro país. Podemos salir a la calle para manifestar nuestras ideas. Podemos organizar marchas y plantones (con el inherente riesgo de sufrir el rechazo social). Podemos (como los de mi gremio) escribir textos de análisis o de repudio, en la inteligencia de que solamente nos leerán quienes estén de acuerdo con nosotros.
Todo lo anterior es válido sólo si y cuando hacemos nuestra la frase inmortal de Antoine de Saint-Exupery (autor del Principito): “Mi libertad termina donde empieza la de los demás”. Esa línea puede ser muy sutil, pero a la vez muy clara. Por ejemplo, puedo decir que EPN es un ignorante que solamente ganó por su bonita cara y por el apoyo de Televisa. También puedo afirmar que es un estadista de talla internacional, capaz de alternar con los grandes líderes mundiales. Claro está, deberé sustentar mi afirmación (cualquiera de las dos) con argumentos válidos y coherentes.
Lo que no se vale es que, sin pruebas, diga que es un mujeriego empedernido que asesinó a su primera esposa, o como en el caso de Calderón, que es un borracho irrecuperable. Aquella línea muy tenue es indispensable cuando se entiende y se ejerce a cabalidad la libertad de expresión.
Tras esta pequeña digresión periodística, pero necesaria para argumentar mi caso, regresemos a los acontecimientos del pasado sábado. Es evidente que algunos confundieron la gimnasia con la magnesia. Una cosa, muy válida, es manifestar su descontento por la rendición de protesta de una persona rechazada, y otra, muy diferente, destruir los bienes públicos y privados, solo por protestar.
¿Qué culpa tuvieron las casetas telefónicas? ¿Qué culpa los negocios privados (que, además, no tienen derecho de voto)? ¿Qué culpa el Hemiciclo a Juárez, recién remozado?
El hecho de haber usado un camión de basura para tratar de derribar las barricadas es un símbolo claro de quienes son esos pelafustanes: lo que tuvieron más a mano es lo que tienen en la mente.
Muchos de los vándalos llegaron vestidos y equipados ad-hoc para lo que tenían encomendado. No podemos confundir a un estudiantes del #Yosoy132, en playera y tenis con un guerrillero con máscara de gas, chaleco anti balas y botas militares.
Ahora les toca, a los encargados de la seguridad pública (¡Cuánta falta les va a hacer el doctor Mondragón!) y a los de proteger los derechos humanos para, dentro del montón de detenidos y el otro montón de “huídos”, determinar quienes son los buenos y quienes los malos. No es tarea fácil, pero tampoco imposible. Para eso existen miles de cámaras en toda la Ciudad de México.
También es importante, igualmente difícil pero no imposible, averiguar quién o quienes planearon y diseñaron los actos vandálicos en la Ciudad de México.