Los políticos le juegan a las transiciones tersas, tranquilas, calmadas. Las que no causan sobresaltos. Las que permiten un arribo al poder y a la gestión del mismo, sin aspavientos y con alto grado de manejo y control político, financiero y administrativo.
La estafeta del ejercicio del poder de una a otra mano. De un grupo a otro.
Lo demás es lo de menos.
Que el que se va deje a modo el arribo del que llega.
Que los últimos meses de la gestión del que se va sean suficientes para construir los colchones necesarios para que el que llega lo haga en blandito.
Que la pista sea lisa y llana, pulcra, para que la partida de uno sea suave y mansa y la llegada del otro sea sin movimientos bruscos.
O sea transición pactada.
Acuerdos.
Arreglos y compromisos.
Lo que queda oculto, lo que saben solo los dos interesados y, probablemente, algunos del reducido equipo de transición, quedará ahí, en el arcón que será cerrado con varios candados y se abrirán solo en caso extremo y necesario.
Es aprender a construir la salida para cuando se acabe la siguiente gestión.
Lo demás, las actuaciones, lo enviado a los medios y al público que los lee es la punta del iceberg; lo que sirve para la foto.
Son los mensajes de que todo está en calma. Son las facturas que se cobrarán en la mejor ocasión. Códigos sicilianos.
Es la actuación.
O por qué permitir que en lugar de La Quina esté alguien como Carlos Romero Deschamps y que no pase nada cuando sus excesos y los de su familia son exhibidos en las redes sociales.
En los pactos y acuerdos, por cierto, su salida está pactada para diciembre de este año. Y disfrutará de la impunidad que le da el sistema por ser obediente.
Cuando Elba Esther les sirvió la usaron y jugó su papel acorde a las exigencias del poder; Nada distinto a Carlos Jongitud Barrios, o antes que este a Manuel Sánchez Vite.
¿No hay nada que se pueda hacer ante las irregularidades, excesos, abusos de poder y corruptelas de Mario Marín Torres, por ejemplo?
No, el pacto se ha cumplido y el arcón tiene diez candados. Y es solo un ejemplo.
Cito a Jesús Silva-Herzog Márquez, en su artículo La calamidad de lo público, que escribió para el periódico Reforma:
La corrupción asesina. Comprar un permiso es jugar con la vida. La corrupción, dijo Gabriel Zaid en un ensayo brillante, es la “propiedad privada de las funciones públicas”. En efecto, la corrupción es la derrota de lo público, la subasta del interés común. Pero eso podría llegar a parecer inocuo. Desagradable, tal vez, pero inofensivo. Bajo el discurso de moda, lo público es lo de nadie, lo que nadie tiene interés en cuidar; eso que a nadie importa. Pero lo público es, a fin de cuentas, condición de existencia en sociedad, requisito a veces, de sobrevivencia: el suelo que pisamos, las paredes y el techo que nos resguardan. Nuestro régimen de corrupción nos sitúa, por lo tanto, en una intemperie artificial que nos hace extraordinariamente vulnerables a los caprichos de la naturaleza o los accidentes de la vida. La comercialización de lo público no es sólo el menoscabo de un patrimonio común, que a veces consideramos distante; la lesión del interés general que, en ocasiones, se percibe etéreo. En la corrupción está el esmero con el que preparamos la calamidad por venir.
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