Nota del Editor: El siguiente artículo fue escrito por Laura Romero, Profesora Tiempo Completo del Departamento de Antropología de la UDLAP y doctora en Antropología del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores.
Ha sido reconocida con el Premio Nacional Fray Bernardino de Sahagún y actualmente, investiga la concepción indígena sobre el cuerpo discapacitado en las comunidades mazatecas y nahuas de la Sierra Negra de Puebla.
El 4 de diciembre de 1948 se publica en el Diario Oficial de la Nación la Ley de Creación del Instituto Nacional Indigenista (INI) con el fin de investigar los problemas relativos a los núcleos indígenas del país y estudiar medidas de mejoramiento para dichos núcleos.
El 21 de mayo de 2003, bajo el mandato presidencial de Vicente Fox se expide, por decreto, la ley para dar paso a la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), abrogando así la ley de 1948.
La nueva Comisión estaría encargada, según el propio Decreto, no sólo de investigar sino de coordinar, promover, apoyar, fomentar, dar seguimiento y evaluar los programas, proyectos, estrategias y acciones públicas para el desarrollo integral y sustentable de los pueblos y comunidades indígenas.
Casi 65 años después de fundado el INI, las condiciones de los pueblos indígenas se hallan lejos de haber alcanzado el tan anhelado desarrollo, pues de los más de 15 millones de mexicanos indígenas, para 2008, según datos de la misma CDI, 64.2% de ese núcleo poblacional tenía más de tres carencias sociales, ubicándolos en un sector cuya pobreza es multidimensional.
La pregunta derivada de lo anterior es, ¿por qué no hemos sido capaces, como país, de lograr mejorar las condiciones de vida de los pueblos indígenas quienes continúan siendo empobrecidos? ¿Qué falta para que dichas políticas, estrategias, o instituciones sean realmente pertinentes y deriven en las políticas estatales en pro de las comunidades indígenas?
Como antropóloga puedo decir que las estrategias dirigidas hacia los pueblos indígenas carecen de un análisis detallado de la realidad en la que cotidianamente éstos se desenvuelven.
Las políticas públicas deberán de emerger, también, de los miembros de las comunidades a las que van dirigidas, de no ser así, cada año se estarán destinando recursos que sólo cubren temporalmente el dolor que provoca la injusticia social, la falta de trabajo, la enfermedad, la carencia de alimentos y el nulo acceso a los beneficios sociales, de los cuales gozan ya de por sí muy pocos mexicanos.
Escuchar la voz de los indígenas, los más jóvenes por ejemplo, será una medida que integre la visión local a las estrategias gubernamentales, pues no debemos perder de vista la gran diversidad que “lo indígena” contiene en su interior.
La urgencia por resolver problemas de alimentación, vivienda y salud, debería trabajarse a la luz de una estrategia más puntual, que defina las necesidades de lugares o regiones específicas. Que tome en cuenta las condiciones materiales de vida, la diversidad lingüística, los conflictos religiosos internos, la movilidad a las ciudades, la incursión del crimen organizado, el deterioro del medio ambiente y el aumento de los índices de suicidio en jóvenes indígenas, así como el vandalismo y la drogadicción.
Es necesario también, por no decir vital, que quienes dirijan estas estrategias dejen de mirar a los indígenas como resabios del pasado, habitantes de lugares con nombres “raros”, o individuos con comportamiento económicos irracionales.
De no ser así, estaremos condenados a vivir en un país dolorosamente desigual, en el cual la voluntad política, quizá, no pueda ponerse en duda, pero las intenciones de dicha voluntad sí.
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POB/GACC