Nota del editor: El siguiente texto fue escrito por José Flores, director de comunicación de R3D: Red en Defensa de los Derechos Digitales y vocal de Wikimedia México.
Mis recientes experiencias en el aula me han demostrado que existe una imperiosa necesidad de enseñar acerca del derecho de autor o la protección de la propiedad intelectual, especialmente entre aquellos estudiantes que aspiran a ser creadores. Pero el desafío estriba en educarlos fuera del esquema impositivo y punitivo que se ha generado en las últimas décadas; uno que surgió con la promesa de incentivar la innovación y que, por el contrario, termina por amputar la creatividad.
En 1881, el escritor estadounidense Mark Twain se convirtió en uno de los principales promotores del derecho de autor. En 1867, Twain saltó a la fama por sus irreverentes textos cortos, publicados mayormente en periódicos y gacetas. Numerosos editores de libros se aprovecharon de sus escritos; los retomaron íntegros y los incluyeron en antologías sin otorgarle ni un centavo al autor. Este modelo enervó a Twain, quien se convirtió en un feroz promotor de la protección a su propiedad intelectual a través del litigio.
Hasta aquí, la fábula parece refrendar el mito fundacional que repiten a ultranza quienes abogan por el régimen actual del derecho de autor: que el trabajo intelectual debe no solo ser remunerado, sino defendido de su explotación por terceros sin autorización. Desde esta óptica, los creadores deben recibir la protección legal suficiente para garantizar su sustento (lo que ha quedado consignado en el derecho patrimonial) y que le brinde incentivos para seguir generando obras nuevas.
Esta lógica se extiende a diferentes facetas de la propiedad intelectual. Un caso ilustrativo es la industria farmacéutica. La inversión que realiza un laboratorio para el desarrollo de un nuevo fármaco es descomunal: millones y millones de dólares son gastados para que un medicamento inédito llegue a los anaqueles. Las patentes otorgan un periodo de exclusividad para la explotación comercial (20 años en el caso de México), antes de que los datos clínicos puedan ser utilizados para la elaboración de medicamentos genéricos.
Así, aún si la farmacéutica se tarda 10 o 15 años en desarrollar su producto (tiempo promedio en la industria), la patente garantiza un mercado sin competencia por cinco o diez años. El razonamiento es que la empresa debe recuperar su inversión, al tiempo que la explotación exclusiva le otorga el incentivo para seguir innovando.
Sin embargo, varias cosas quedan fuera de la ecuación. En países como el nuestro, los medicamentos genéricos son una alternativa crucial para el derecho a la salud, inclusive dentro del mismo sector público. Además, a la patente primaria, que cubre el principio activo, se le pueden añadir patentes secundarias, prolongando ese periodo de protección en busca de un mayor lucro.
En la historia de Mark Twain, ese es un punto crucial. Cuando el escritor defendió el derecho de autor en los tribunales estadounidenses, lo hizo apelando también a que fuese una protección que se extendiera 50 años después de la muerte del autor. Lo hizo, por cierto, bajo el argumento de que sus descendientes pudieran gozar de los beneficios económicos derivados de la obra. La extensión de medio siglo se consolidó a través del Convenio de Berna de 1886 (vigente aún y enmendado por última ocasión en 1979), el cual permite a los países incluso sobrepasar ese límite. Triste es el caso mexicano, donde la protección se alarga hasta cien años posteriores al fallecimiento del autor.
Aunque queda claro que, en sus orígenes, la protección de la propiedad intelectual buscó el incentivo para la creación y la innovación, su esquema se ha corrompido al grado de favorecer un esquema de enriquecimiento por litigios y demandas cuantiosas. Ciertos tipos de creaciones, como las adaptaciones o las remezclas, quedan en franjas dudosas, a merced de despachos mercenarios y voraces sanguijuelas. Lo que se concebía como un medio de protección se ha convertido en un fin en sí mismo: el de ganar dinero no por la creación de una obra, sino a costa de ella.
Los creadores viven en la tensión constante del sentirse despojados de los frutos de su trabajo (la motivación original de Twain), al tiempo que son tentados por la codicia de un esquema contemporáneo que ofrece la posibilidad de remuneraciones cuantiosas sin volver a mover un dedo. Y si no lo creen, basta con mirar a los herederos de grandes nombres como Juan Rulfo o Jorge Luis Borges, con vasta experiencia en la gestión del talento de sus antepasados.
Modelos alternativos de derecho de autor, como las licencias Creative Commons, ofrecen mayor autonomía a creadores y consumidores acerca de la gestión de sus derechos. Sin embargo, estas no son medidas suficientes, en tanto no reconozcamos públicamente que, en aras de cuidar a las obras artísticas y a las innovaciones tecnológicas, las estamos matando.
Por lo tanto, es imperativa la discusión colectiva del modelo actual de protección –reitero, sobre todo entre los más jóvenes– para plantear otros escenarios. El esquema actual ha dejado de incentivar para volverse un mecanismo de inhibición, donde el creador teme adaptar o remezclar una obra por el terror a terminar quebrado por las multas de violaciones al copyright. Las reglas de la propiedad intelectual necesitan ser repensadas, porque un modelo así no protege ni a los creadores ni a las obras, sino los intereses mundanos de unos cuantos.
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POB/LFJ