OPINIÓN: El caminero, las minas y el dinero

Salto Cuántico; Karina Álvarez

Hace algunos años conocí a un ingeniero civil millonario de la ciudad de Puebla que para ese momento había perdido todo, excepto las ganas de darse por vencido.

La primera vez que se me acercó, su rostro venía impregnado de una amplia sonrisa, bien vestido, limpio y con un largo aroma a cigarro. Tal vez su estatura llegaba al 1.80, delgado, pero con pancita, moreno, cabello, bigotes, y cejas completamente grises, afeitado. Pensé: ¿será ingeniero?

Y sí. Yo en aquel momento había dejado por un tiempo la prensa escrita y, junto con un grupo de artesanas de diferentes regiones de Puebla creamos una galería artesanal con sede en la calle 14 Oriente, de San Andrés Cholula, donde se ubica la mayor parte de los antros y misma calle que lleva directo hasta la UDLAP.

Entró a la tienda y me saludó con gran actitud:
–Hola, amiga, eres nueva aquí, ¿verdad?
–Hola, sí, pásele.

Hablamos durante horas que dieron pie a una grandiosa amistad. Yo tenía 26 años y él 60, hace 11 años. Entonces me introdujo a un mundo desconocido para mí en ese momento: Las minas y el dinero.

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Egresado de la Facultad de Ingeniería Civil de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), también fue miembro activo del grupo de alumnos poblanos que apoyó el movimiento estudiantil del ‘68; alguna vez me invitó a conocer a otros integrantes, amigos suyos; economistas, químicos y arquitectos, todos hombres cultos, actualizados en la política nacional e indudablemente izquierdosos.

Para el ingeniero su pasión estaba en los caminos, marcar tramos, construir carreteras y hacer autopistas:

–Yo soy caminero, Kari.

Lo decía de tal manera que imponía gran respeto. Gracias a los caminos se hizo de mucho dinero. Se casó con el amor de su vida, la mujer que es la madre de sus cuatro hijos, todos profesionistas que viven entre Alemania y Francia desde hace años.

Se separó luego de casi tres décadas de matrimonio y para aquel entonces andaba soltero, sin amigos y sin dinero.

–¿Cómo le hizo para quedarse sin nada, Inge?, -le pregunté un día.
–La vida, Kari, la vida. Pero estoy pronto a volver a tenerlo, no pierdo la seguridad porque yo sé cómo hacerlo.

Llevaba tres años viviendo limitadamente, atravesando por esos momentos en los que no se tiene una sola moneda en la bolsa durante días; refumando las colillas del cenicero por la falta de cigarros, tomando café negro frío con pan tostado, pensando y llamando por teléfono a los últimos contactos de la lista, pues el resto ya no respondía. Desesperado.

Luego se calmaba, una vez que el café, el medio cigarro y el pan ignoraban al hambre, entonces le regresaba esta otra personalidad y salía a la calle con la actitud de un hombre millonario, hablaba de dinero refiriéndose a millones, y aconsejaba que al hablar del mismo se hiciera con respeto de las cantidades que desease tener.

Tenía poco de haber comenzado en el negocio de las minas y había una posibilidad en el municipio Acatlán de Osorio, ubicado a dos horas y media de distancia del centro de la capital poblana, en carro. Se trataba de una mina de barita (sulfato de bario), muy usada en la perforación de pozos petroleros.

El negocio tardaba cada vez más y los ánimos se le bajaban hasta el punto del encabronamiento. Año y medio después dejé Puebla para irme a Veracruz. El Inge no había logrado nada más que más deudas y crear una nueva agenda de contactos.

Alguna vez, pensando en él, creía que la tenía muy difícil, aunque le admiraba infinidad de cosas. Habíamos dejado de hablar por mi carga de trabajo, tenía poco tiempo libre, y cuando lo busqué su número había cambiado; eso pasaba seguido, así que no me sorprendió.

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No sé cuántos meses más pasaron cuando recibí una llamada de un número desconocido de Puebla, era él. Me dio mucha emoción, su voz era la misma que el primer día que lo conocí, alegre. Me platicó de sus nuevas aventuras y de que por fin había logrado encontrar una mina para poderla trabajar sin contratiempos.

Tomé unos días del trabajo, y pasó por mí a la Central de Autobuses de Puebla (Capu), en una camioneta Ford Lobo, nueva, doble cabina, color blanco. Me invitó a hospedarme en su casa, la había comprado en una de las colonias más lindas cercanas al centro de la capital.

Al día siguiente salimos rumbo a la mina de granillo que había encontrado y que había comenzado a explotar. En este momento tenía 64 años, algunos principios de párkinson, había dejado el cigarro, estaba pronto a ver a sus hijos y tenía novia. Me sentí llena de felicidad.

Mi amigo continúa con sus mismas ganas, energía y aventuras. Hace una semana me llamó para decirme que se casa y quiere que yo lo entregue. ¡Qué emoción!

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